La sospecha de ser desagradable.
Y la certeza de ser imposible.
El blog no ha vuelto.
Y con ella conocí otro tipo de amor. Probablemente el más profundo, dulce y doloroso que he experimentado aunque no se si alguna vez lo supo. Podría decir que fue mi mejor amiga, pero no sería suficiente. El único título que le cabe es el de alguien que me cambió para siempre.
Con ella los 13 y los 14 fueron puro
dolor de panza, del bueno y del malo. Los 15 en cambio, fueron una tormenta de
verano en el campo anunciada por el petricor en el aire; que empieza con el
estruendo de un rayo partiendo el suelo y se desarrolla densa pero suave. Un
bautismo de lluvia torrencial en la tierra seca y también la calma del día siguiente.
Los 16 fueron más bien amargos, como la vuelta a casa después de un viaje,
con la valija llena de ropa sucia y sin saber por dónde
empezar. Por suerte los 17 nos empezaron un sábado a la tardecita en primavera
y hasta los 20 fuimos un eterno domingo a la mañana caminando al sol. Cada
tanto cruzábamos miradas. Nuestros ojos reflejaban aquel rayo y la calma, pero
nunca decíamos nada. Así nos vivimos, de más cerca o más lejos hasta los 22, cuando
nos arrastró la corriente y nos perdimos de vista.
Me cuesta mucho describir lo que pasó
o lo que fuimos; no tengo suficiente habilidad lingüística ni tampoco tanto
espacio. No sé cómo explicarle a un ciego el color rojo pero quizás alcance con
una sola escena.
La última vez que nos vimos fue hace
diez años, a los 28, en una fiesta; de esas con cena de gala y baile. Cada una
fue acompañada y nos tocó sentarnos en mesas diferentes. Al principio de la
noche nos cruzamos dos o tres veces yendo al baño. En pocas palabras nos
preguntamos cómo estás, bien, decía la otra sin más, sin entrar en detalles. Nos
miramos de lejos, de reojo, pero siempre con el rayo en la pupila y el
entusiasmo de dos nenas compañeras de curso que se vuelven a encontrar en el
aula después del verano.
Pasó que después de comer el postre
empezó una tanda de baile. Las luces se apagaron, la música llenó el aire y la gente,
la pista. Fue ahí donde nos volvimos a ver de frente. Empezamos bailando pero en
seguida nos acercamos y dejamos de movernos. Sin decidirlo quedamos en el costado.
No hablamos de los 13 ni de los 15 pero sí de nuestros años lejos, de nuestros
miedos de antes y de los actuales, del futuro y lo que aún nos hacía felices.
Nos agarramos de las manos y dijimos cuánto nos extrañábamos en sonrisas de
todos los dientes fluoresciendo en la luz negra. Logramos crear, una vez más, una
burbuja blindada contra el caos de la fiesta que se explotó cuando terminó la
tanda.
Eso fue lo que pasó entre nosotras.
Esa fue una foto de lo que siempre habíamos sido: dos nenas buscándose constantemente, dos mujeres encontrándose al borde del mundo. Que se
miran de frente en la oscuridad para que nadie vea, que sólo hablan bajo el telón
de ruido para que nadie escuche y que cuando se prenden las luces y se apaga la
música, vuelven cada una a su mesa, al lado de quien sí les corresponde.
Se brotó a si mismx
en el barro de una grieta
en una madera
que nadie nunca
había mirado.
Vibrando en colores
atrae y encanta,
pero bajo su carne blanda
lleva en la sangre
el misterio de su potencialidad
y un ADN más cercano
al de un animal que al de una flor.
Esa noche habíamos salido a cazar vampiros,
a destrozar a los malos,
o al menos a darles pelea.
Pero cuando los encontramos,
decidimos que mejor era ponerles glitter en la cara
y bailar con ellos.
Esa noche fuimos a caminar
tanteando la oscuridad densa de un barrio nuevo
para descubrirlo juntos.
Caminamos durante horas, agarrados de la mano
y sin darnos cuenta
llegamos hasta el sur.
Fuimos a romper la idea de que estamos solos
y a abrazar la de que estamos rotos,
juntando nuestros pedazos
y levantando con ellos
un faro más alto que nuestros miedos.
Fue así como esa noche pudimos ver el camino.
Esa noche fuimos a contarnos historias
de cuando no habíamos nacido y retrocedió el tiempo:
primero hasta cuando teníamos cinco
y después hasta cuando teníamos cero,
hasta hacernos hermanos para siempre
y las historias se volvieron las del futuro juntos.
Esa noche salimos a perdernos
y de repente estábamos,
por fin, en el lugar correcto.
Sentimos haber encontrado las respuestas,
pero quizás eran las preguntas
que habían desaparecido.
Habíamos ido a jugar a ser quienes queríamos ser
y esa noche
lo fuimos.
Día
costero, de sol que raja la tierra, allá por Enero del '92 . Quien escribe, en
el auto con mamá y papá. Paramos en la puerta de un rancho bastante humilde y
lleno de plantas; el objetivo era la miel casera que vendía la dueña.
Tengo
difusa la secuencia de hechos; no se si papá se bajó o no se había llegado a
bajar, si yo iba adelante con mamá o atrás y miraba por entre los dos
asientos, si fue cuando papá volvía con la miel en la mano o cuando estaba por
tocar la campana (no, ni hablemos de timbre) . No sé en que parte del pueblo
quedaba, ni qué tenía puesto, ni si era a la mañana o a la tarde o al mediodía,
si volvíamos de la playa o estábamos yendo o hacía tanto calor que no era día
de playa. Sólo me acuerdo que era un día de Enero del '92 , de sol que raja la
tierra y lo que sigue.
Lo que
sigue es que de repente miré por la ventana y lo vi ; un chico entrando en la
adultez, completamente desnudo corriendo por la calle como alma que lleva el
diablo. Era el hijo retardado de la dueña de la quinta. La señora salió atrás
de él, gritando para que vuelva. Drama, me acuerdo de eso, gritos de drama. Al
pibe lo vi de espalda, era atlético, blanco teta, castaño y de pelo
corto; me acuerdo de su culo al aire moviéndose como el de un atleta
griego de la Billiken. En no más de un minuto mi mamá me puso una mano en la
cara, en los ojos. "Que pasa, mami?" "Es el hijo de la señora,
es enfermito, se escapó de la casa". Le pregunté por qué me tapaba los ojos y me dijo
"y bueno, porque es feo lo que pasó".
Después de
esa frase pensé (con palabras de nena de 5) "Es feo. Me voy a
olvidar de esta imagen" . Y así estuve ese día, esos días, ese mes, ese
verano.
Me voy a olvidar de esta imagen.
Me voy a olvidar de esto.
Me voy a olvidar.
Me tengo que olvidar.
Pero
solamente sucedió la condena paradójica al recuerdo por haber buscado el
olvido.
Porque verán cuando lo cuento treinta y dos años más tarde,
que
habiendo estado pendiente de olvidarme,
nunca lo logré.
y nosotras solo fuimos su hogar por un rato.
no hay frío que dure por siempre, le cantábamos. Pasarán las cosas feas y todo será diferente. Volverá la primavera y nos encontrará más valientes. Aunque ahora no se vea, el sol va a pegarte de nuevo en la frente.
Vivir el mundial estando en Bélgica me angustió mucho. Ya me angustiaba desde
antes de que empiece y ni entendía por qué. Se lo intenté explicar a mi jefe yanki,
mis amigues (antifutbol) de Uruguay, españoles, franceses, alemanes, belgas, polacos y no conseguí la empatía que necesitaba.
Por suerte Hernán Casciari ya lo había explicado en este relato mucho mejor de
lo que yo nunca hubiese podido. (
El relato de Casciari me hizo pensar en el mundial, pero también en otras cosas. Se me vinieron a la cabeza los domingos de elecciones, que cargan una mezcla de emoción, responsabilidad y orgullo por la democracia reconquistada. Se me vinieron las pérdidas colectivas, como cuando se nos fue Néstor, el que nos había devuelto la fe en la política como herramienta transformadora de realidades, a nosotres, les lobotomizades de la era de los Backstreet Boys. También se me vinieron las lágrimas de alegría de cada vez que se anuncia un número, ese que sigue subiendo y que cuenta nietos encontrados por un grupo de abuelas ninja y por la ciencia al servicio del pueblo que me parió y me crió durante varios años.
Leo a Casciari y pienso en las leyes que se aprueban a fuerza de lucha en la calle y en esos días en los que sí o sí hay que ir a La Plaza a bancar, a decir otra vez “Nunca más” o simplemente a buscar el abrazo del pueblo cuando no existe otro abrazo que brinde el mismo consuelo.
Pienso que es diciembre y me escapo mentalmente a mi ciudad, ese infierno apocalíptico de cada año, dispuesto a arrasar con todo empezando por la salud mental de sus habitantes, pero que huele a jazmines y asado y es la antesala ineludible del alivio.
Pienso en mi cumpleaños en invierno, en los de mi gente, en las malas noticias por teléfono, en nacimientos, en asados de domingo, en año nuevo en la playa y en navidad con cumbia en el living.
El mundial lo viví entre Bélgica y Japón y la final, en París. Festejé el triunfo cantando Gilda en un obelisco prestado abajo de la lluvia y con los mios en la pantalla del celular. Festejé con mi familia de acá y otres hermanes del mundo que podíamos ser hermosamente vulgares sin pedir permiso.
La vida acá está bien, es tranquila, cómoda, en muchos sentidos predecible. Pero todos los días hay algo que me falta y me hace un agujero en el pecho que se agranda en silencio. Algo que no se puede comprar con un sueldo en euros ni con inflaciones anuales de menos de una cifra. Algo que no sabía que tenía hasta que no lo tuve más:
El alivio de estar donde sentís que te tienen que pasar las cosas.
Vino.