miércoles, 1 de marzo de 2023

Diciembre 2022.

Vivir el mundial estando en Bélgica me angustió mucho. Ya me angustiaba desde antes de que empiece y ni entendía por qué. Se lo intenté explicar a mi jefe yanki, mis amigues (antifutbol) de Uruguay, españoles, franceses, alemanes, belgas, polacos y no conseguí la empatía que necesitaba. Por suerte Hernán Casciari ya lo había explicado en este relato mucho mejor de lo que yo nunca hubiese podido. https://hernancasciari.com/blog/tan_lejos_del_dolor_y_de_la_fiesta

El relato de Casciari me hizo pensar en el mundial, pero también en otras cosas. Se me vinieron a la cabeza los domingos de elecciones, que cargan una mezcla de emoción, responsabilidad y orgullo por la democracia reconquistada. Se me vinieron las pérdidas colectivas, como cuando se nos fue Néstor, el que nos había devuelto la fe en la política como herramienta transformadora de realidades, a nosotres, les lobotomizades de la era de los Backstreet Boys. También se me vinieron las lágrimas de alegría de cada vez que se anuncia un número, ese que sigue subiendo y que cuenta nietos encontrados por un grupo de abuelas ninja y por la ciencia al servicio del pueblo que me parió y me crió durante varios años.

Leo a Casciari y pienso en las leyes que se aprueban a fuerza de lucha en la calle y en esos días en los que sí o sí hay que ir a La Plaza a bancar, a decir otra vez “Nunca más” o simplemente a buscar el abrazo del pueblo cuando no existe otro abrazo que brinde el mismo consuelo.

Pienso que es diciembre y me escapo mentalmente a mi ciudad, ese infierno apocalíptico de cada año, dispuesto a arrasar con todo empezando por la salud mental de sus habitantes, pero que huele a jazmines y asado y es la antesala ineludible del alivio.

Pienso en mi cumpleaños en invierno, en los de mi gente, en las malas noticias por teléfono, en nacimientos, en asados de domingo, en año nuevo en la playa y en navidad con cumbia en el living.

El mundial lo viví entre Bélgica y Japón y la final, en París. Festejé el triunfo cantando Gilda en un obelisco prestado abajo de la lluvia y con los mios en la pantalla del celular. Festejé con mi familia de acá y otres hermanes del mundo que podíamos ser hermosamente vulgares sin pedir permiso. 

La vida acá está bien, es tranquila, cómoda, en muchos sentidos predecible. Pero todos los días hay algo que me falta y me hace un agujero en el pecho que se agranda en silencio. Algo que no se puede comprar con un sueldo en euros ni con inflaciones anuales de menos de una cifra. Algo que no sabía que tenía hasta que no lo tuve más:


El alivio de estar donde sentís que te tienen que pasar las cosas.
















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